Homilías de cuatro minutos Podcast Por Joseph Pich arte de portada

Homilías de cuatro minutos

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De: Joseph Pich
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Homilías cortas del domingo© 2025 Homilías de cuatro minutos Cristianismo Espiritualidad Ministerio y Evangelismo
Episodios
  • 29 Domingo C Parábola del juez injusto
    Oct 16 2025

    Parábola del juez injusto

    Aunque la parábola de hoy se centra en la actitud del juez injusto, en su falta de temor de Dios y en su indiferencia ante la injusticia, esta debería llamarse la parábola de la viuda tozuda o perseverante, porque ella es la verdadera protagonista, la que al final vence y logra que se le haga justicia. Ella es un modelo ante la injusticia y la indiferencia. Nos enseña a como reaccionar cuando nos encontramos en situaciones imposibles: perseverar en la oración.

    En la primera lectura de la Misa vemos como Moisés observa el combate de Joshua contra Amalec. Mientras sus brazos se mantienen en alto, los israelitas ganan la batalla; cuando se cansa y los baja, comienzan a perder. Podemos imaginarnos la responsabilidad de Moisés, de mantener sus brazos alzados, pues las vidas de su gente estaban en peligro. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Cuando paramos de rezar, el demonio se hace más fuerte; cuando perseveramos en la oración, la fe de la Iglesia se fortalece. Las almas de los demás están de alguna manera conectadas a nuestra vida de oración, especialmente de la gente más cercana a nosotros. Esto nos enseña a mantener nuestros brazos levantados en oración, pues tenemos la responsabilidad de mantener a los demás con nuestro esfuerzo. Los cristianos somos de una manera misteriosa, el alma del mundo. No podemos bajar nuestras defensas. Ayudamos a los demás con nuestra lucha, con nuestros sacrificios y con nuestro ejemplo.

    El evangelio dice expresamente que Jesús nos propuso esta parábola para enseñarnos la necesidad de orar siempre y no desfallecer. ¿Podemos rezar constantemente? En principio esto no es posible, pues no somos ángeles. San Agustín dice que orar es un ejercicio de deseo. Hemos sido creado para Dios y no descansaremos hasta que lo encontremos. Tenemos en nuestro corazón un anhelo de eternidad, de infinitud, de nuestro Creador, aunque muchas veces no sabemos cómo expresarlo. La oración busca las ascuas de las brasas escondidas en nuestro corazón, y las sopla para que se enciendan, y se conviertan en un incendio que queme todo el bosque de nuestros pecados. San Agustín dice que el deseo es nuestra oración, y que, si el deseo es constante, nuestra oración es duradera.

    La tradición oriental enseña la oración de Jesús, también llamada oración del corazón: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Puede convertirse en parte de tu vida, a través de una repetición constante, como el latir del corazón, aprovechando la respiración. En la Iglesia occidental tenemos el Santo Rosario, una oración que puede ser rezada en cualquier lugar y tiempo. Muchos santos han conseguido su inmersión en Dios a través de ella.

    La sociedad moderna nos ha enseñado que podemos concentrarnos constantemente en una misma cosa: nuestros móviles. Están siempre en nuestras manos, sonando, clicando, llamando, recibiendo mensajes, tomando fotos, hablándonos, utilizando aplicaciones. Exigen nuestra atención constante, como los bebés. Las grandes y potentes empresas tecnológicas diseñan estrategias para que estemos todo el tiempo pegados a su pantalla. ¿Podemos hacer lo mismo con Dios? La oración nos ayuda a conectar con Él; es gratis y no hace falta ningún artilugio. Utilizamos nuestro corazón para conectar con la eternidad y la infinitud.

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  • 28 Domingo C Diez leprosos
    Oct 9 2025

    Diez leprosos

    En la antigüedad la lepra era una maldición. Llamaban a los leprosos muertos vivientes. El cuerpo se iba muriendo despacio en frente de todo el mundo. Por miedo al contagio, los leprosos eran apartados de la sociedad, alejados del mundo civilizado, y veces enviados a una isla como Molokai. Tenían que ir sonando la campana gritando impuro, inmundo. Eran como zombis. Esa enfermedad se consideraba como un castigo de Dios. Tocados por el dedo divino, se comenzaba a manifestarse la corrupción de la tumba. Era una manera gráfica de tener la muerte presente ante tus ojos. Todos nosotros tenemos lepra en nuestra alma. No la vemos, pero la sentimos. Hemos perdido los ojos para ver, los oídos para oír, las piernas para andar. Estamos ciegos, sordos o paralíticos para las realidades espirituales. Necesitamos que Dios nos cure. Pero para eso, debemos reconocer nuestra lepra. ¿Cómo podemos ser curados sino aceptamos nuestra lepra?

    Un leproso se unió a la comunidad de leprosos y les contó acerca del nuevo profeta que hacía milagros. Abandonaron sus cuevas y se fueron en busca de él. La gente enferma siempre espera poder curarse. Nosotros también podemos curarnos de nuestra lepra, como Naamán el Sirio, que al lavarse site veces en el Jordán, su piel se volvió como la de un recién nacido. A veces no creemos que nos podemos curar de nuestros vicios o adicciones. Nos desanimamos y dejamos de buscar a Jesús.

    No sabemos cuánto tiempo les costó a los leprosos encontrar a Jesús. Tampoco sabemos cuánto tiempo tardará Dios en curarnos de nuestra lepra. Pero si no lo buscamos, no lo encontraremos y no podrá curarnos. Si le buscamos, lo encontraremos, como los leprosos, que al final lo encontraron. Si seguimos buscando, aunque no lo encontremos, Jesús saldrá a nuestro encuentro.

    A una distancia prudencial los leprosos gritaron: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros.” Les dijo que se presentaran a los sacerdotes para certificar su curación. Los podía haber curado allí mismo, pero les pidió un poco de fe. Un poco desanimados, se pusieron en camino, no sabiendo mucho que hacer. Como nosotros, cuando Jesús nos dice: ve al sacerdote a confesarte. Vamos sin mucha convicción. Mientras iban, los leprosos se curaron. No se lo podían creer. Comenzaron a danzar de alegría. El samaritano les dijo que debían volver a dar gracias. Ellos dijeron que Jesús les había dicho que se presentaran a los sacerdotes. Querían volver a sus familias y amigos cuanto antes. Nos olvidamos fácilmente de lo que Dios ha hecho por nosotros.

    Solo el samaritano volvió para dar gracias. Jesús le preguntó decepcionado: ¿Dónde están los otros nueve? Los había contado. Esa pregunta sigue resonando a través del tiempo. Nos pregunta: ¿Vais a volver? ¿Qué somos, el samaritano o los otros nueve? No podemos decepcionarle. Cada vez que nos cura, debemos volver para dar gracias. Gratitud nos asegura más gracias.

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  • 27 Domingo C Auméntanos la fe
    Sep 30 2025

    Auméntanos la fe

    Hoy vamos a Jesús como sus apóstoles y le pedimos que nos aumente la fe. Como ellos, hemos experimentado el poder de Dios, hemos visto su gracia, pero sentimos que nuestra fe es débil. No somos capaces de hacer lo que Jesús nos pide, porque antes nos pide fe para que él actúe. Después de la Transfiguración, cuando bajaban de la montaña, Jesús se encuentra a los apóstoles intentando echar un demonio de un chico. No podían porque no tenían suficiente fe. El padre del chico le pidió a Jesús que le ayudara. Jesús le dijo que todo es posible para el que cree. Ese hombre, dándose cuenta de que la curación de su hijo dependía de su fe, nos enseñó una buena oración: creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad.

    Cuatro hombres trajeron a Jesús su amigo para que lo curara. Durante todo el camino se quejó de que era una pérdida de tiempo. No podía hacer nada pues era paralítico. Cuando llegaron, la casa estaba llena de gente. No se desanimaron y abrieron un agujero en el techo. Así lo bajaron delante de Jesús. La gente podía ver sus caras a través del agujero. El evangelio dice que Jesús, viendo su fe, lo curó.

    Jesús no suele alabar a la gente. Sin embargo, le impresionó la fe del Centurión. Le dijo que con su palabra podía curar a su criado. Repetimos sus palabras cada día en la Misa: Señor, yo no soy digo de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Jesús dijo que no había encontrado esa fe en Israel. ¿Qué diría Jesús de nuestra fe?

    Jesús puso barro en los ojos de un ciego y le dijo que se fuera a lavarlos a la piscina de Siloé. Los podía haber curado allí mismo tocándolos, pero le pidió la fe de ir a donde le dijo. Los podía haber lavado en la fuente cercana, pero recuperó la vista después de lavarlos en la piscina de Siloé. El hombre con una mano seca había intentado millones de veces moverla sin resultado. Cuando Jesús le dijo que la moviera se curó. Si hubiera rehusado moverla, no se hubiera curado.

    ¿Qué tiene que hacer Jesús con nosotros? ¿Cuál es nuestra enfermedad? Quizá no vemos y tenemos que gritar como el ciego Bartimeo: Señor que vea. O como la mujer que tenía un flujo de sangre, tenemos que tocar la orla del manto de Jesús para curarnos. Debemos ir a la fuente de fe, donde el agua salta pura y limpia. Después de la consagración durante la Misa, es un buen momento para pedir fe, cuando Jesús aparece en el altar: auméntanos la fe.

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