28 Domingo C Diez leprosos
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Diez leprosos
En la antigüedad la lepra era una maldición. Llamaban a los leprosos muertos vivientes. El cuerpo se iba muriendo despacio en frente de todo el mundo. Por miedo al contagio, los leprosos eran apartados de la sociedad, alejados del mundo civilizado, y veces enviados a una isla como Molokai. Tenían que ir sonando la campana gritando impuro, inmundo. Eran como zombis. Esa enfermedad se consideraba como un castigo de Dios. Tocados por el dedo divino, se comenzaba a manifestarse la corrupción de la tumba. Era una manera gráfica de tener la muerte presente ante tus ojos. Todos nosotros tenemos lepra en nuestra alma. No la vemos, pero la sentimos. Hemos perdido los ojos para ver, los oídos para oír, las piernas para andar. Estamos ciegos, sordos o paralíticos para las realidades espirituales. Necesitamos que Dios nos cure. Pero para eso, debemos reconocer nuestra lepra. ¿Cómo podemos ser curados sino aceptamos nuestra lepra?
Un leproso se unió a la comunidad de leprosos y les contó acerca del nuevo profeta que hacía milagros. Abandonaron sus cuevas y se fueron en busca de él. La gente enferma siempre espera poder curarse. Nosotros también podemos curarnos de nuestra lepra, como Naamán el Sirio, que al lavarse site veces en el Jordán, su piel se volvió como la de un recién nacido. A veces no creemos que nos podemos curar de nuestros vicios o adicciones. Nos desanimamos y dejamos de buscar a Jesús.
No sabemos cuánto tiempo les costó a los leprosos encontrar a Jesús. Tampoco sabemos cuánto tiempo tardará Dios en curarnos de nuestra lepra. Pero si no lo buscamos, no lo encontraremos y no podrá curarnos. Si le buscamos, lo encontraremos, como los leprosos, que al final lo encontraron. Si seguimos buscando, aunque no lo encontremos, Jesús saldrá a nuestro encuentro.
A una distancia prudencial los leprosos gritaron: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros.” Les dijo que se presentaran a los sacerdotes para certificar su curación. Los podía haber curado allí mismo, pero les pidió un poco de fe. Un poco desanimados, se pusieron en camino, no sabiendo mucho que hacer. Como nosotros, cuando Jesús nos dice: ve al sacerdote a confesarte. Vamos sin mucha convicción. Mientras iban, los leprosos se curaron. No se lo podían creer. Comenzaron a danzar de alegría. El samaritano les dijo que debían volver a dar gracias. Ellos dijeron que Jesús les había dicho que se presentaran a los sacerdotes. Querían volver a sus familias y amigos cuanto antes. Nos olvidamos fácilmente de lo que Dios ha hecho por nosotros.
Solo el samaritano volvió para dar gracias. Jesús le preguntó decepcionado: ¿Dónde están los otros nueve? Los había contado. Esa pregunta sigue resonando a través del tiempo. Nos pregunta: ¿Vais a volver? ¿Qué somos, el samaritano o los otros nueve? No podemos decepcionarle. Cada vez que nos cura, debemos volver para dar gracias. Gratitud nos asegura más gracias.
josephpich@gmail.com