• Domingo XI T.O: La semilla "Proyecto" de Dios.
    Jun 13 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y crece sola, y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26–34). A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso en la historia. En la primera parábola la atención se centra en el hecho que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos tener confianza, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en «el grano maduro en la espiga» (v. 28). Esta Palabra si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos (cf. v. 27). Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios, es siempre Dios quien hace crecer su Reino —por esto rezamos mucho «venga a nosotros tu Reino»—, es Él quien lo hace crecer, el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina y espera con paciencia sus frutos. La Palabra de Dios hace crecer, da vida. Y aquí quisiera recordaros otra vez la importancia de tener el Evangelio, la Biblia, al alcance de la mano —el Evangelio pequeño en el bolsillo, en la cartera— y alimentarnos cada día con esta Palabra viva de Dios: leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás olvidéis esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del reino de Dios. La segunda parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta hacerse «más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 32). Y así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante. Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia. De estas dos parábolas nos llega una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure. Que la santísima Virgen, que acogió como «tierra fecunda» la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que nunca nos defrauda.
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  • Domingo X T.O: La familia de la Fe.
    Jun 7 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 3, 20-35) nos enseña dos tipos de incomprensión que Jesús debió afrontar: la de los escribas y la de sus propios familiares. La primera incomprensión. Los escribas eran hombres instruidos en las Sagradas Escrituras y encargados de explicarlas al pueblo. Algunos de ellos fueron enviados desde Jerusalén a Galilea, donde la fama de Jesús comenzaba a difundirse, para desacreditarlo a los ojos de la gente: para hacer el oficio de chismoso, desacreditar al otro, quitar la autoridad, esa cosa fea. Y aquellos fueron enviados para hacer esto. Y estos escribas llegan con una acusación precisa y terrible —estos no ahorran medios, van al centro y dicen así: «Está poseído por Beelzebul y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (v. 22). Es decir, el jefe de los demonios es quien le empuja a Él; que equivale a decir más o menos: «Este es un endemoniado». De hecho, Jesús sanaba a muchos enfermos y ellos quieren hacer creer que lo hacía no con el espíritu de Dios —como lo hacía Jesús—, sino con el del Maligno, con la fuerza del diablo. Jesús reacciona con palabras fuertes y claras, no tolera esto, porque esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado imperdonable —así dice Jesús—, porque comienza desde el cierre del corazón a la misericordia de Dios que actúa en Jesús. Pero este episodio contiene una advertencia que nos sirve a todos. De hecho, puede suceder que una envidia fuerte por la bondad y por las buenas obras de una persona pueda empujar a acusarlo falsamente. Y aquí hay un verdadero veneno mortal: la malicia con la que, de un modo premeditado se quiere destruir la buena reputación del otro. ¡Que Dios nos libre de esta terrible tentación! Y si al examinar nuestra conciencia, nos damos cuenta de que esta hierba maligna está brotando dentro de nosotros, vayamos inmediatamente a confesarlo en el sacramento de la penitencia, antes de que se desarrolle y produzca sus efectos perversos, que son incurables. Estad atentos, porque este comportamiento destruye las familias, las amistades, las comunidades e incluso la sociedad. El Evangelio de hoy también habla de otro malentendido, muy diferente con Jesús: el de sus familiares, quienes estaban preocupados porque su nueva vida itinerante les parecía una locura. (cf. v 21). De hecho, Él se mostró tan disponible para la gente, sobre todo para los enfermos y pecadores, hasta el punto de que ya ni siquiera tenía tiempo para comer. Estaba para la gente. No tenía tiempo ni siquiera para comer. Sus familiares, por lo tanto, decidieron llevarlo de nuevo a Nazaret, a casa. Llegan al lugar donde Jesús está predicando y lo mandan llamar. Le dicen: «He aquí, tu madre, tus hermanos y hermanas están afuera y te buscan» (v.32) y Él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y mirando a las personas que le rodeaban para escucharlo, añade: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque quien cumpla la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana y mi madre» (vv. 33-34). Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales, sino en la fe en Él, en su amor que nos acoge y nos une entre nosotros, en el Espíritu Santo. Todos aquellos que acogen la palabra de Jesús son hijos de Dios y hermanos entre ellos. Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros y nos hace ser la familia de Jesús. Hablar mal de los demás, destruir la fama de los demás nos vuelve la familia del diablo. Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto por su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. Que nos ayude la Virgen Madre a vivir siempre en comunión con Jesús, reconociendo la obra del Espíritu Santo que actúa en Él y en la Iglesia, regenerando el mundo a una vida nueva.
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  • Corpus Christi: Preparar el Corazón para el encuentro con Jesús Eucaristia.
    May 31 2024
    Jesús envió a sus discípulos para que fueran a preparar el lugar donde iban a celebrar la cena pascual. Ellos mismos fueron los que le preguntaron: «¿Dónde quieres que vayamos a preparar la cena de Pascua para que la comas?» (Mc 14,12). También nosotros, mientras contemplamos y adoramos la presencia del Señor en el Pan eucarístico, estamos llamados a preguntarnos: ¿En qué “lugar” queremos preparar la Pascua del Señor? ¿Cuáles son los “lugares” de nuestra vida en los que Dios nos pide que lo recibamos? Quisiera responder a estas preguntas deteniéndome en tres imágenes del Evangelio que hemos escuchado (Mc 14,12-16.22-26). La primera es la del hombre que lleva un cántaro de agua (cf. v. 13). Es un detalle que parecería superfluo. Sin embargo, ese hombre totalmente anónimo se convierte en guía para los discípulos que buscan el lugar que después será llamado el Cenáculo. Y el cántaro de agua es el signo para reconocerlo. Un signo que nos lleva a pensar en la humanidad sedienta, siempre en busca de un manantial de agua que la sacie y la regenere. Todos nosotros caminamos en la vida con un cántaro en la mano. Todos nosotros, cada uno de nosotros tiene sed de amor, de alegría, de una vida fructífera en un mundo más humano. Y para saciar esta sed, el agua de las cosas mundanas no sirve, porque se trata de una sed más profunda, que sólo Dios puede satisfacer. Continuemos con esta “señal” simbólica. Jesús dice a los suyos que adonde los conduzca un hombre con un cántaro de agua, allí se podrá celebrar la cena de Pascua. Para celebrar la Eucaristía, por tanto, es preciso reconocer, antes que nada, nuestra sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos salir adelante solos, sino que necesitamos un Alimento y una Bebida de vida eterna que nos sostengan en el camino. El drama de hoy ―podemos decir― es que a menudo la sed ha desaparecido. Se han extinguido las preguntas sobre Dios, se ha desvanecido el deseo de Él, son cada vez más escasos los buscadores de Dios. Dios no atrae más porque no sentimos ya nuestra sed profunda. Pero sólo donde haya un hombre o una mujer con un cántaro de agua —pensemos en la Samaritana, por ejemplo (cf. Jn 4,5-30)— el Señor se puede revelar como Aquel que da la vida nueva, que alimenta con confiada esperanza nuestros sueños y nuestras aspiraciones, presencia de amor que da sentido y dirección a nuestra peregrinación terrena. Como ya advertíamos, es ese hombre con el cántaro el que conduce a los discípulos a la sala donde Jesús instituirá la Eucaristía. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar. Si nos falta la sed, nuestras celebraciones se vuelven áridas. Entonces, incluso como Iglesia no puede ser suficiente el grupito de asiduos que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos ir a la ciudad, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a despertar la sed de Dios y el deseo del Evangelio. La segunda imagen es la de la habitación amplia en el piso superior (cf. v. 15). Es allí donde Jesús y los suyos celebrarán la cena pascual y esta habitación se encuentra en la casa de una persona que los aloja. Decía don Primo Mazzolari: «Entonces un hombre sin nombre, un dueño de casa, les prestó su habitación más hermosa. […] Él dio lo más grande que tenía, porque alrededor del gran sacramento es necesario que todo sea grande: habitación y corazón, palabras y gestos» (La Pasqua, La Locusta 1964, 46-48). Una habitación amplia para un pequeño pedazo de Pan. Dios se hace pequeño como un pedazo de pan y justamente por eso es necesario un corazón grande para poder reconocerlo, adorarlo, acogerlo. La presencia de Dios es tan humilde, escondida, en ocasiones invisible, que para ser reconocida necesita de un corazón preparado, despierto y acogedor. En cambio, si nuestro corazón, en lugar de ser una habitación amplia, se parece a un depósito donde conservamos con añoranza las cosas pasadas; si se asemeja a un desván donde hemos dejado desde hace tiempo nuestro entusiasmo y nuestros sueños; si se parece a una sala angosta, a una sala oscura porque vivimos sólo de nosotros mismos, de nuestros problemas y de nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta silenciosa y humilde presencia de Dios. Se requiere una sala amplia. Se necesita ensanchar el corazón. Se precisa salir de la pequeña habitación de nuestro yo y entrar en el gran espacio del estupor y la adoración. Y esto nos hace mucha falta. Esto nos falta en muchos movimientos que nosotros hacemos para encontrarnos, reunirnos, pensar juntos la pastoral… Pero si nos falta esto, si falta el estupor y la adoración, no hay camino que nos lleve al Señor. Tampoco habrá sínodo, nada. Esta es la actitud ante la Eucaristía, esto necesitamos: adoración. También la Iglesia debe ser una sala amplia. No un círculo pequeño y cerrado, sino una comunidad con los brazos ...
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  • Santísima Trinidad: Unidad, Diversidad y Expansivo.
    May 24 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. El pasaje del Evangelio (cfr. Mateo 28, 16-20) nos muestra a los apóstoles que se reúnen en Galilea, en el «monte que Jesús les había indicado» (v. 16). Allí tiene lugar el último encuentro del Señor Resucitado con los suyos, en el monte. El “monte” tiene una fuerte carga simbólica. En un monte Jesús proclamó las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12); en los montes se retiraba a orar (cf. Mateo 14, 23); allí acogía a las multitudes y curaba los enfermos (cf. Mateo 15, 29). Pero en esta ocasión, en el monte, ya no es el Maestro que actúa y enseña, cura, sino el Resucitado que pide a los discípulos que actúen y anuncien encomendándoles el mandato de continuar su obra. Les confiere la misión para todos los pueblos. Dice: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (vv. 19-20). El contenido de la misión encomendadaa los Apóstoles es el siguiente: proclamar, bautizar, enseñar y recorrer el camino trazado por el Maestro, es decir, el Evangelio vivo. Este mensaje de salvación implica, en primer lugar, el deber de dar testimonio —sin testimonio no se puede anunciar— al que también estamos llamados nosotros, discípulos de hoy, para dar razón de nuestra fe. Ante una tarea tan exigente, y pensando en nuestras debilidades, nos sentimos inadecuados, como seguramente los mismos Apóstoles se sintieron. Pero no debemos desanimarnos, recordando las palabras que Jesús les dirigió antes de ascender al Cielo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20). Esta promesa asegura la presencia constante y consoladora de Jesús entre nosotros. Pero, ¿cómo se realiza esta presencia? A través de su Espíritu, que lleva a la Iglesia a caminar por la historia comocompañera de camino de cada hombre. Ese Espíritu, enviado por Cristo y el Padre, obra la remisión de los pecados y santifica a todos aquellos que, arrepentidos, se abren con confianza a su don. Con la promesa de permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos, Jesús inaugura el estilo de su presencia en el mundo como el Resucitado. Jesús está presente en el mundo pero con otro estilo, el estilo del Resucitado, es decir, una presencia que se revela en la Palabra, en los sacramentos, en la acción constante e interior del Espíritu Santo. La fiesta de la Ascensión nos dice que Jesús, aunque ascendió al cielo para morar gloriosamente a la derecha del Padre, está todavía y siempre entre nosotros: de ahí viene nuestra fuerza, nuestra perseverancia y nuestra alegría, precisamente de la presencia de Jesús entre nosotros con el poder del Espíritu Santo. Que la Virgen María nos acompañe en nuestra senda con su protección materna: aprendamos de ella la delicadeza y el valor para ser testigos en el mundo del Señor resucitado.
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  • Pentecostes: La Venida del " Gran Desconocido".
    May 17 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Ahora que la plaza está abierta, podemos volver. ¡Es un placer! Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, en memoria de la efusión del Espíritu Santo sobre la primera Comunidad Cristiana. El Evangelio de hoy (cf. Juan 20, 19-23) nos remite a la tarde de Pascua y nos muestra a Jesús resucitado que se aparece en el Cenáculo, donde se refugiaron los discípulos. Tenían miedo. «Se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”» (v. 19). Estas primeras palabras que pronuncia el Resucitado: «La paz con vosotros», se deben considerar más que un saludo: expresan el perdón, el perdón concedido a los discípulos que, a decir verdad, lo habían abandonado. Son palabras de reconciliación y perdón. Y nosotros también, cuando deseamos la paz a los demás, estamos dando el perdón y pidiendo perdón también. Jesús ofrece su paz precisamente a estos discípulos que tienen miedo, a los que les cuesta creer lo que han visto, es decir, la tumba vacía, y que subestiman el testimonio de María Magdalena y de las otras mujeres. Jesús perdona, siempre perdona, y ofrece su paz a sus amigos. No lo olvidéis: Jesús nunca se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Al perdonar y reunir a los discípulos en torno a Sí mismo, Jesús hace de ellos una Iglesia, su Iglesia, que es una comunidad reconciliada y lista para la misión. Reconciliados y listos para la misión. Cuando una comunidad no está reconciliada, no está lista para la misión: está lista para discutir dentro de sí misma, está lista para las [discusiones] internas. El encuentro con el Señor Resucitado transforma la existencia de los Apóstoles y los convierte en valientes testigos. De hecho, inmediatamente después dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (v. 21). Estas palabras dejan claro que los Apóstoles son enviados a prolongar la misma misión que el Padre ha confiado a Jesús. «Os envío»: no es tiempo de encerrarse, ni de lamentarse: de lamentarse recordando los “buenos tiempos”, el tiempo pasado con el Maestro. La alegría de la Resurrección es grande, pero es una alegría expansiva, que no debe guardarse para sí mismo, es para darla. En los domingos del Tiempo pascual escuchamos primero este mismo episodio, luego el encuentro con los discípulos de Emaús, seguidamente el Buen Pastor, los discursos de despedida y la promesa del Espíritu Santo: todo ello está orientado a fortalecer la fe de los discípulos —y también la nuestra— en vista de la misión. Y precisamente para animar la misión, Jesús da a los Apóstoles su Espíritu. El Evangelio dice: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (v. 22). El Espíritu Santo es fuego que quema los pecados y crea hombres y mujeres nuevos; es fuego de amor con el que los discípulos pueden “incendiar el mundo”, ese amor tierno que prefiere a los pequeños, a los pobres, a los excluidos... En los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación hemos recibido el Espíritu Santo con sus dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios. Este último don —el temor de Dios— es precisamente lo contrario del miedo que antes paralizaba a los discípulos: es el amor al Señor, es la certeza de su misericordia y bondad, es la confianza de que podemos avanzar en la dirección indicada por Él, sin perder nunca su presencia y su apoyo. La fiesta de Pentecostés renueva la conciencia de que la presencia vivificante del Espíritu Santo habita en nosotros. También nos da el coraje de salir de las cuatro paredes protectoras de nuestros “cenáculos”, de los grupos pequeños, sin acomodarnos en una vida tranquila o encerrarnos en hábitos estériles. Ahora elevemos nuestros pensamientos a María. Ella estaba allí, con los Apóstoles, cuando vino el Espíritu Santo, protagonista con la primera Comunidad de la admirable experiencia de Pentecostés, y le rogamos que obtenga para la Iglesia el ardiente espíritu misionero.
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  • Ascensión del Señor: Ser "mayores" de edad en la fe.
    May 10 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. La página evangélica (Mc 16,15-20) —la conclusión del Evangelio de Marcos— nos presenta el último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de subir a la derecha del Padre. Normalmente, lo sabemos, las escenas de despedidas son tristes, causan en quien se queda un sentimiento de pérdida, de abandono; sin embargo esto no les sucede a los discípulos. No obstante la separación del Señor, no se muestran desconsolados, es más, están alegres y preparados para partir como misioneros en el mundo. ¿Por qué los discípulos no están tristes? ¿Por qué nosotros también debemos alegrarnos al ver a Jesús que asciende al cielo? La ascensión completa la misión de Jesús en medio de nosotros. De hecho, si es por nosotros que Jesús bajó del cielo, también es por nosotros que asciende. Después de haber descendido en nuestra humanidad y haberla redimido —Dios, el Hijo de Dios, desciende y se hace hombre, toma nuestra humanidad y la redime— ahora asciende al cielo llevando consigo nuestra carne. Es el primer hombre que entra en el cielo, porque Jesús es hombre, verdadero hombre, es Dios, verdadero Dios; nuestra carne está en el cielo y esto nos da alegría. A la derecha del Padre se sienta ya un cuerpo humano, por primera vez, el cuerpo de Jesús, y en este misterio cada uno de nosotros contempla el propio destino futuro. No se trata de un abandono, Jesús permanece para siempre con los discípulos, con nosotros. Permanece en la oración, porque Él, como hombre, reza al Padre, y como Dios, hombre y Dios, le hace ver las llagas, las llagas con las cuales nos ha redimido. La oración de Jesús está ahí, con nuestra carne: es uno de nosotros, Dios hombre, y reza por nosotros. Y esto nos debe dar una seguridad, es más, una alegría, ¡una gran alegría! Y el segundo motivo de alegría es la promesa de Jesús. Él nos ha dicho: “Os enviaré el Espíritu Santo”. Y ahí, con el Espíritu Santo, se hace ese mandamiento que Él da precisamente en la despedida: “Id por el mundo, anunciad el Evangelio”. Y será la fuerza del Espíritu Santo que nos lleva allá en el mundo, a llevar el Evangelio. Es el Espíritu Santo de ese día, que Jesús ha prometido, y entonces nueve días después vendrá en la fiesta de Pentecostés. Precisamente es el Espíritu Santo que ha hecho posible que todos nosotros seamos hoy así. ¡Una gran alegría! Jesús se ha ido al cielo: el primer hombre ante el Padre. Se fue con sus llagas, que han sido el precio de nuestra salvación, y reza por nosotros. Y después nos envía el Espíritu Santo, nos promete el Espíritu Santo, para ir a evangelizar. Por esto la alegría de hoy, por esto la alegría de este día de la Ascensión. Hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Ascensión, mientras contemplamos el Cielo, donde Cristo ha ascendido y se sienta a la derecha del Padre, pidamos a María, Reina del Cielo, que nos ayude a ser en el mundo testigos valientes del Resucitado en las situaciones concretas de la vida.
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  • VI Domingo Pascua: Amigos, no followers.
    May 3 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En el Evangelio de este domingo (Jn 15,9-17), Jesús, después de haberse comparado a Sí mismo con la vid y a nosotros con los sarmientos, explica cuál es el fruto que dan quienes permanecen unidos a Él: este fruto es el amor. Retoma una vez más el verbo clave: permanecer. Nos invita a permanecer en su amor para que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría sea plena (vv. 9-11). Permanecer en el amor de Jesús. Nos preguntamos: ¿cuál es este amor en el que Jesús nos dice que permanezcamos para tener su alegría? ¿Cuál es este amor? Es el amor que tiene origen en el Padre, porque «Dios es amor» (1Jn 4,8). Este amor de Dios, del Padre, fluye como un río en el Hijo Jesús, y a través de Él llega a nosotros, sus criaturas. De hecho, Él dice: «Como el Padre me ama, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,9). El amor que Jesús nos dona es el mismo con el que el Padre lo ama a Él: amor puro, incondicionado, amor gratuito. No se puede comprar, es gratuito. Donándonoslo, Jesús nos trata como amigos —con este amor—, dándonos a conocer al Padre, y nos involucra en su misma misión por la vida del mundo. Y además, podemos preguntarnos: ¿qué hemos de hacer para permanecer en este amor? Dice Jesús: «Si cumplís mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (v. 10). Jesús resumió sus mandamientos en uno solo, este: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (v. 12). Amar como ama Jesús significa ponerse al servicio, al servicio de los hermanos, tal como hizo Él al lavar los pies de los discípulos. Significa también salir de uno mismo, desprenderse de las propias seguridades humanas, de las comodidades mundanas, para abrirse a los demás, especialmente a quienes tienen más necesidad. Significa ponerse a disposición con lo que somos y lo que tenemos. Esto quiere decir amar no de palabra, sino con obras. Amar como Cristo significa decir no a otros “amores” que el mundo nos propone: amor al dinero —quien ama el dinero no ama como ama Jesús—, amor al éxito, a la vanidad, al poder… Estos caminos engañosos de “amor” nos alejan del amor al Señor y nos llevan a ser cada vez más egoístas, narcisistas, prepotentes. La prepotencia conduce a una degeneración del amor, a abusar de los demás, a hacer sufrir a la persona amada. Pienso en el amor enfermo que se transforma en violencia —¡y cuántas mujeres son víctimas de la violencia hoy en día!—. Esto no es amor. Amar como ama el Señor quiere decir apreciar a la persona que está a nuestro lado y respetar su libertad, amarla como es, no como nosotros queremos que sea, como es, gratuitamente. En definitiva, Jesús nos pide que permanezcamos en su amor, que habitemos en su amor, no en nuestras ideas, no en el culto a nosotros mismos. Quien habita en el culto de sí mismo, habita en el espejo: siempre está mirándose. Jesús nos pide que abandonemos la pretensión de dirigir y controlar a los demás. No debemos controlarlos, sino servirlos. Abrir el corazón a los demás: esto es amor, donarnos a ellos. Queridos hermanos y hermanas, ¿a dónde conduce este permanecer en el amor del Señor? ¿A dónde nos conduce? Nos lo ha dicho Jesús: «Para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena» (v. 11). El Señor quiere que la alegría que Él posee, porque está en comunión total con el Padre, esté también en nosotros en cuanto unidos a Él. La alegría de sabernos amados por Dios a pesar de nuestras infidelidades nos hace afrontar con fe las pruebas de la vida, nos hace atravesar las crisis para salir de ellas siendo mejores. Ser verdaderos testigos consiste en vivir esta alegría, porque la alegría es el signo característico del verdadero cristiano. El verdadero cristiano no es triste, tiene siempre esa alegría dentro, incluso en los malos momentos. Que la Virgen María nos ayude a permanecer en el amor de Jesús y a crecer en el amor hacia todos testimoniando la alegría del Señor resucitado.
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  • V Domingo Pascua: Dejarnos podar por el Viñador.
    Apr 25 2024
    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En el Evangelio de este quinto domingo de Pascua (Jn 15,1-8), el Señor se presenta como la vid verdadera y habla de nosotros como los sarmientos que no pueden vivir sin permanecer unidos a Él. Y dice así: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (v. 5). No hay vid sin sarmientos, y viceversa. Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, que es la fuente de su existencia. Jesús insiste en el verbo “permanecer”. Lo repite siete veces en el pasaje del Evangelio de hoy. Antes de dejar este mundo e ir al Padre, Jesús quiere asegurar a sus discípulos que pueden seguir unidos a él. Dice: «Permanezcan en mí y yo en ustedes» (v. 4). Este permanecer no es una permanencia pasiva, un “adormecerse” en el Señor, dejándose mecer por la vida. No, no. No es esto. El “permanecer en Él”, el permanecer en Jesús que nos propone es una permanencia activa, y también recíproco. ¿Por qué? Porque sin la vid los sarmientos no pueden hacer nada, necesitan la savia para crecer y dar fruto; pero también la vid necesita los sarmientos, porque los frutos no brotan del tronco del árbol. Es una necesidad recíproca, es una permanencia recíproca para dar fruto. Nosotros permanecemos en Jesús y Jesús permanece en nosotros. En primer lugar, lo necesitamos a Él. El Señor quiere decirnos que antes de la observancia de sus mandamientos, antes de las bienaventuranzas, antes de las obras de misericordia, es necesario estar unidos a Él, permanecer en Él. No podemos ser buenos cristianos si no permanecemos en Jesús. Y, en cambio, con Él lo podemos todo (cf. Flp 4,13). Con él lo podemos todo. Pero también Jesús, como la vid con los sarmientos, nos necesita. Tal vez nos parezca audaz decir esto, por lo que debemos preguntarnos: ¿en qué sentido Jesús necesita de nosotros? Él necesita de nuestro testimonio. El fruto que, como sarmientos, debemos dar es el testimonio de nuestra vida cristiana. Después de que Jesús subió al Padre, es tarea de los discípulos, es tarea nuestra, seguir anunciando el Evangelio con la palabra y con obras. Y los discípulos —nosotros, discípulos de Jesús— lo hacen dando testimonio de su amor: el fruto que hay que dar es el amor. Unidos a Cristo, recibimos los dones del Espíritu Santo, y así podemos hacer el bien al prójimo, hacer el bien a la sociedad, a la Iglesia. Por sus frutos se reconoce el árbol. Una vida verdaderamente cristiana da testimonio de Cristo. ¿Y cómo podemos lograrlo? Jesús nos dice: «Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá» (v. 7). También esto es audaz: la seguridad de que aquello que nosotros pidamos se nos concederá. La fecundidad de nuestra vida depende de la oración. Podemos pedir que pensemos como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Y así, amar a nuestros hermanos y hermanas, empezando por los más pobres y sufrientes, como Él lo hizo, y amarlos con Su corazón y dar en el mundo frutos de bondad, frutos de caridad, frutos de paz. Encomendémonos a la intercesión de la Virgen María. Ella permaneció siempre unida a Jesús y dio mucho fruto. Que Ella nos ayude a permanecer en Cristo, en su amor, en su palabra, para dar testimonio del Señor resucitado en el mundo.
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