
Ojalá escuchéis hoy su voz (De la Regla de San Benito)
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OJALÁ ESCUCHÉIS HOY SU VOZ
De la Regla de San Benito
ESCUCHA, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia, para vivir por y para Cristo, verdadero Rey.
Ante todo, pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos, no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones. Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño" (Rom. 13,11). Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo: "Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Sal 94,8).
El Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige la llamada, dice de nuevo: "¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?" (Sal 33,13). Si tú, al oírlo, respondes "Yo", Dios te dice: "Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y obra el bien; busca la paz y corre tras ella" (Sal 33,14-15). ¿Qué cosa más dulce para nosotros, queridos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.
Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su Reino a Aquel que nos llamó. Si queremos habitar en la morada de su reino, puesto que no se llega allí sino corriendo con buenas obras, oigamos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de esta morada diciendo: -Venid a mí los que apartáis de la mirada del corazón al maligno diablo y a la misma tentación; tomad vuestros torcidos pensamientos y estrelladlos contra mí.- Dichosos los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan que aún lo bueno que ellos tienen, no es obra suya sino del Señor, y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113b, 1).
Después de decir esto, el Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos. Por eso, para corregirnos de todos nuestros males, se nos dan de plazo los días de nuestra vida. El Apóstol, en efecto, dice: "¿No sabes que la paciencia de Dios te invita al arrepentimiento?" Pues el piadoso Señor dice: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33,11). Cuando le preguntamos al Señor, hermanos, sobre quién invita a su casa, oímos de los gozos y los deleites que nos esperan por habitar tan cerca de Señor, con la condición de cumplir los deberes del dueño de la casa. Al hacerlo, Dios espera que nada nos parezca áspero o penoso, para que si al corregir los vicios o para conservar la caridad, Dios dispusiera de nosotros algo más estricto, no huyamos aterrados del camino de la salvación, ya que ésta no se puede emprender sino por un comienzo estrecho. Porque cuando progresamos en la vida de la fe, es como únicamente se dilata nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los mandamientos de Dios.
Vamos, pues, a instituir una vocación dedicada al servicio divino. Por tanto, roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su gracia, para cumplir lo que nuestra naturaleza no puede. Y mientras haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir todas estas cosas a la luz de esta vida, corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará eternamente. De este modo, no apartándonos nunca de su magisterio, y perseverando día a día en su doctrina hasta la muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también acompañarlo en su reino.
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