
698. La oscuridad y la luz
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Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com
Había una vez, en un rincón olvidado un universo en el que todos los elementos tenían uso de la razón y donde cada uno de los conceptos posibles caminaban como seres vivos. Uno de estos seres era la oscuridad que pese a haber reinado en silencio por eones sentía que su poder sobre el universo se iba desvaneciendo. La oscuridad había envuelto al universo con un manto que pese a ser absoluto podía ser eliminado si algo la confrontaba. Y Eso sucedió en algún momento que nadie esperaba.
En las fronteras de aquel universo oscuro apareció unn pequeño fulgor que nadie sabía de donde venia pero era claro que se iba expandiendo con cada segundo que pasaba. Su paso era arrogante y conquistador y con ella nuevos seres iban apareciendo. Rapidamente la luz llego hasta los más remotos confines de aquel universo formando astros que la transmitían a todos los otros mudos que no la tenían anteriormente. Era pues un momento apoteósico para el universo ya que cada planeta teria ya la visita de la luz cada día en forma de amaneceres y así los habitantes de aquellos mundos podían tambier crearla con chispas de fuego.
La Oscuridad, herida en su orgullo, decidió que ya era suficiente, no podría seguier soportando que aquellos mundos que antes eran suyos se pasaran de bando y se fueran aunque fuera temporalmente con la luz. Se decidio hacer lo que cualquier desesperado hace. .
—¡Le pondré un pleito! —exclamó con voz grave, que resonó como eco en una caverna vacía. Y todos los seres viviente comenzaron a analizar las implicaciones que esto tendría s su vida y deseosos esperaron el resultado de aquel juicio.
Así fue como se fijó una fecha para el juicio cósmico. El Gran Tribunal de los Elementos se preparó para recibir a los dos rivales. La sala era majestuosa, construida en mármol de tiempo y columnas de equilibrio. En el centro, el Juez, una figura de rostro cambiante, esperaba con su mazo de sabiduría y verdad.
La Luz llegó temprano, como siempre como llegaba cada mañana cuando la oscuridad le daba el tiempo para que se dedicara a iluminar cada mundo. Su presencia iluminó cada rincón de la sala, haciendo brillar los bellos vitrales de aquel palacio de justicia y reflejándose en los rostros de los asistentes. Vestía un traje de rayos dorados y caminaba con paso firme, dejando tras de sí un rastro de claridad.
Los abogados de ambas partes tomaron sus lugares. El de la Luz era un sabio anciano con ojos como estrellas; el de la Oscuridad, una figura encapuchada que parecía absorber el color del aire ya que estaba todo vestido de negro de pies a cabeza y tenía un tocado tan poderoso que todos sentían la necesidad de arrodillarse frente a el. El juez celestial revisó los documentos, ajustó su toga de neutralidad y esperó.
Pasaron los minutos. Luego las horas. La Oscuridad no llegaba.
Los murmullos crecían entre los asistentes: ¿Dónde estaba? ¿Se habría arrepentido? ¿Temía perder?
Finalmente, el juez, con voz solemne, se levantó:
—La parte demandante no se ha presentado. Por lo tanto, fallo a favor de la Luz.
Hubo aplausos, destellos, y una sensación de alivio. Pero también una pregunta flotaba en el aire como humo: ¿Por qué no vino la Oscuridad?
Un mensajero fue enviado a buscarla. La encontró justo fuera de la sala, sentada plácidamente en en el umbral. No era miedo lo que la detenía, sino certeza. Sabía que si cruzaba esa puerta, si se atrevía a entrar en el dominio de la Luz, sería disipada al instante. No por violencia, sino por naturaleza misma de la luz creada por el Dios supremo. Había comprendido que ella no pertenecia a aquellos lugares donde la gente se reunia o simplemente deambulaba