La Santa Muerte, final.
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Narrado por:
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Virtual Voice
Este título utiliza narración de voz virtual
Voz Virtual es una narración generada por computadora para audiolibros..
Fragmento de La Santa Muerte, final.
–Aquí le dejo su naranjada en agua mineral - Dijo sonriente la mesera en el Vips a Gabriel.
Sintiendo que el cliente no estaba de buen humor la mesera se marchó.
–Si no quieres hablar no hablamos, Gabriel.
–¡Claro que quiero hablar! Quiero oírte decir lo tremendamente arrepentida que estás por haberme hecho sentir plato de segunda mesa. Como que el otro pan dulce estaba más sabroso que este, ¿verdad?
Hubo silencio.
Gabriel se rió burlonamente, mientras servía su naranjada de la garrafa al vaso. Luego le dió un buen trago y de muy buena gana, convencido de que llevaba todas las de ganar en la conversación.
–Antonio está vivo.
Gabriel sintió que la naranjada se le quedó atorada entre la campanilla bucal y el cogote, y no iba ni para adelante ni para atrás.
Más bien como que se le quería ir para los pulmones, pero luego terminó regresándose hacia arriba con la fuerza del agua mineral, y que terminó saliéndole por la nariz y boca.
Y el acceso de tos que le dió fue verdaderamente impresionante. Dos meseras corrieron hacia él, listas para realizarle la manobra Heimlich, de ser necesario.
Pero mientras decidían si se la hacían o no, una de ellas sacó su trapito de la bolsa del delantal y empezó a limpiar la mesa -con bastante rapidez, agilidad y destreza- para evitar que la naranjada cayera al piso y tener que trapearla después.
No daba para tanto el sueldo, era demasiada energía gastada en un mismo cliente que sólo Dios sabría si dejaría propina antes de irse, o no.
La experiencia de más de cinco mil seiscientos treinta y dos turnos trabajados, les decía que uno de cada seis clientes dejaban propina, y todavía íbamos en el cliente número cuatro de este turno.
Seguramente este atragantado de hoy era de los que no dejaban nada más que las bolsitas vacías de las Saladitas Santos tiradas por todos lados, y con morusas de las mismas galletas esparcidas hasta en el asiento… y en fin que como dicen las mamás cada que uno termina de comer: Parece que aquí comió un pollo.
Y Gabriel se ahogaba en interminables tosidos, pero con cada uno lograba meter más aire en los pulmones.
–¿Necesita algo? –Preguntó una de las meseras a Gabriel, al tiempo que le echaba ojitos a su compañera.
De sobra sabían las dos que aunque el cliente en cuestión tuviera un popote atorado entre la garganta y el esófago, sería imposible realizarle la internacional y muy galardonada maniobra Heimlich con ese cuerpo de luchador.
Resultaría imposible poder rodear ese pecho impresionantemente musculoso con ambos bracitos de mesera tipo espagueti a la Carbonara, y todavía más imposible sería intentar comprimir ese pecho repetidas veces, desde atrás.
Y era justamente por eso que una le decía a la otra con los ojos: ‘Te toca a ti, yo me eché a la niña que se estaba atragantando con el especial del veinte por ciento de descuento en las enmoladas, el Jueves.’
Y la otra le respondía, también con los ojos: ‘Pero tú tienes brazos más largos que los míos; además ni puse nadita de atención cuando dieron la clase de las maniobras del Gremlin ese porque el gerente me estaba desvistiendo con la mirada. Yo me tenía que cubrir las partes con las manos ese día…’
Y mientras las chicas Vips sostenían la gran conversación con los ojos y casi telepáticamente, Gabriel de pronto -e inesperadamente- tomó una bocanada de aire, muy al estilo de recién nacido que acaba de ser nalgueado por un absoluto y total desconocido, en pleno quirófano.
La bella cara de Gabriel era ahora de color berenjena venezolana.
–Ah, mire. Ya está mejorcito. –Dijo una de las meseras al cliente.
Y con la mirada le dijo a su compañera: –‘Vámonos, manita. Pero de volada.’
Acto seguido las dos se marcharon, dejando a Gabito a su suerte.
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